¿Cuánto vale esta consumición?

Josep Maria Arauzo
Investigador del Departamento de Economía
josepmaria.arauzo(ELIMINAR)@urv.cat
Cuando leas este texto seguramente estés en la terraza de un bar tomando tranquilamente una cerveza y, tal vez, unas patatas fritas o aceitunas. Estos son productos habituales en nuestro país y, tradicionalmente, han sido accesibles a todo el mundo, pero, últimamente, habrás notado que los precios han aumentado de forma significativa. Este proceso de inflación no ha sido causado por una decisión del establecimiento donde estás ahora mismo, sino por todo un conjunto de factores sistémicos que han generado un incremento de precios generalizado en todos los ámbitos de nuestra economía y de las economías del entorno.
Hace unos años, a principios del 2020, se hicieron públicos los primeros casos de COVID-19 en China. Entonces nadie fue consciente ni de qué impacto podría llegar a tener ese virus en términos sanitarios ni de cómo podría llegar a transformar la economía mundial. Cuando los gobiernos de la mayoría de países del mundo empezaron a imponer medidas de confinamiento (a principios de marzo del 2020), la gran mayoría de la población (y de los economistas) creía que serían temporales, que a lo sumo durarían unas semanas, que el virus remitiría con cierta celeridad y que, en consecuencia, todo volvería a la normalidad. Desgraciadamente, no fue así.
Los confinamientos del año 2020 provocaron unos efectos que fueron mucho más allá de los impactos a corto plazo. En efecto, la interrupción de las cadenas de suministros en todo el mundo generó importantes distorsiones en el comercio mundial y muchas empresas sufrieron los efectos. Así, se destruyeron miles de puestos de trabajo y muchas empresas tuvieron que cerrar. Este proceso generó desabastecimiento de muchos productos (sobre todo de aquellos la producción de los cuales se había deslocalizado en países asiáticos) y, a raíz de ello, los precios se incrementaron de forma notable.
Además, cuando estos efectos todavía estaban presentes en la economía, Rusia invadió Ucrania en febrero de 2022, lo que supuso otra vez muy duro para el comercio mundial, especialmente de productos alimentarios de primera necesidad, como el trigo o el aceite de girasol. Las consecuencias de estas disrupciones fueron inmediatas y los precios de los alimentos se encaramaron de nuevo (por ejemplo, en Cataluña, en el 2022, los precios de los productos alimentarios no elaborados augmentaron un 8,9%, y los de los productos alimentarios elaborados subieron hasta un 14,7%). Aparte de esto, la interrupción del suministro de gas ruso en la UE provocó los mismos efectos inflacionarios como consecuencia de la dependencia energética de la UE de estos productos, un impacto que se extendió rápidamente al resto de la economía.
Además, estos hechos eran simultáneos a la implementación en todo el mundo de medidas para reducir las emisiones de CO2 y aumentar la sostenibilidad de las actividades económicas, unas políticas que tienen un efecto inmediato en términos de mayores costes de producción y, por extensión, de precios más elevados.
Todo ello supone que el escenario actual es un contexto de precios elevados, sobre todo causados por lo que sucede en la energía, cuyos precios al alza se trasladan con mucha facilidad al resto de sectores productivos, porque todos son usuarios y, por tanto, se ven obligados a repercutir en los precios finales los incrementos de los costes de producción. Nos encontramos en una situación en la que estamos aprendiendo a convivir con niveles de inflación que no se veían desde la década de los ochenta del siglo XX, un extremo que tiene unos efectos muy negativos sobre el conjunto de la economía, ya que al subir los precios todo el mundo pierde: las empresas porque son menos competitivas y los trabajadores porque su capacidad de consumo se erosiona y su nivel de vida desciende.
Por si fuera poco, el precio de la consumición que te estás tomando no se puede desligar de los efectos de la climatología sobre la cosecha de trigo, de las patatas o de las aceitunas, en un contexto de crisis climática que genera cada vez más episodios extremos (¿recuerdas a Dana en la Comunidad Valenciana en octubre de 2024?) que muy a menudo estropean las cosechas y provocan un encarecimiento automático de las materias primas. Desde el año 2024, los precios de los alimentos han tendido a cierta contención, pero esto solo supone que los incrementos han sido menores, sin que en ningún caso se haya vuelto a la situación de cuatro o cinco años atrás.
Las soluciones a todo este conjunto de retos y transformaciones a las que se enfrenta la economía europea ni serán sencillas ni serán inmediatas, pero en buena parte supondrán recuperar cierta soberanía energética europea (y esto implica el recurso mayoritario a las energías renovables en detrimento de los combustibles fósiles, lo que pide un ajuste inicial importante) y, en menor medida, redefinir el actual proceso de globalización para mantener en nuestro continente la producción de determinados bienes estratégicos, aunque esto suponga incrementar sus costes y que todo acabe siendo algo más caro. Y es que la inflación ha llegado para quedarse entre nosotros.